sábado, 21 de enero de 2023

Romance del prisionero

 

No hace mucho que naciste,

veinte o veintidós inviernos,

lejos del centro del Mundo,

adonde no llega el tiempo,

en aquella fría ciudad

cuyo nombre no recuerdo

(si es que en verdad tiene nombre

por ser parte de un imperio).

En medio de un descampado,

el edificio soviético:

ventanas iguales como

palotes, balas o ceros.

Dicen que allí no hay futuro…

Tampoco el presente es cierto,

y el pasado, si lo hubo,

pasó y a volver no ha vuelto.

Dos o tres días fuiste niño

y mamaste amor materno;

en peleas paternales

reíste, allá de pequeño.

Pero creciste, muy pronto,

como es propio de polluelos,

y ya andabas por ahí, solo,

de experiencia en escarmiento.

Según una roída foto,

en un roído barreño,

aunque nadie te buscaba,

te escondías de aburrimiento.

Algunas tardes jugaste

en columpios cementerio

de un óxido que en tus uñas

y entrañas llevas impreso.

Tu padre un día te abrazó;

otros, te pegaba, ebrio,

los palos que a él le pegaron

sus padres y sus abuelos.

A tu madre no reprochas

cierta dureza en lo tierno:

en lucha andaba, la pobre,

no te hiciera al frío indefenso…

De uno y otra heredaste

tu inhábil comportamiento

con aquella única novia

de tu inhábil primer sexo.

Tu profesor sentenció

(él, que se sentía un maestro

exiliado sin por qué

en aquel crudo desierto)

que tu cuaderno indicaba

que eras carne de pescuezo.

En su impoluta justicia

la ley te dejó suspenso.

No valiendo para nada,

valiste para el ejército:

¡allí darían forma al frío

que fue cuajando en tu pecho!

A golpe de vara y burla

serías hombre hecho y derecho.

 

Una vacía mañana

de un vacío mes de enero,

dentro de un camión vacío

lleno de otros rostros huecos,

te llevaron a un país

que te pareciera inmenso,

y en el que no se veían

ni gentes ni apenas perros.

¿Qué estabas tú haciendo allí?

Defender el patrio suelo,

según la corte y sus sabios;

según os dijo el sargento,

ganarte la gloria, o sea

(temías antes, viste luego),

hacer sufrir y sufrir,

matar, morir o ser preso.

No se va de tu memoria

que el día del reclutamiento

tu madre pegó a los guardias

hasta que la detuvieron;

tu padre estaba detrás,

quieto, llorando hacia dentro.

Les viste verte alejándote

de un hogar ya sin regreso.

Días después, con voz lejana,

te dirían por teléfono

que a casa llegaron latas

de conservas del gobierno,

(latas que, tú sabes bien,

hasta hoy nadie ha abierto);

y que, de la madre Iglesia,

llevó a tu casa el cartero

una carta con seguras

garantías de irte al cielo.

Lo que sucedió después,

si quieres, no lo refiero:

hambre y alcohol en el tanque,

soledad, pánico y sueño;

y en la calle, llanto y muerte,

fuego y llanto, muerte y fuego.

Hiciste cosas horribles

a sabiendas sin saberlo,

jugando a la guerra como

si fuera un posible juego.

Aquellas no eran personas

sino enemigos del pueblo,

te creían solo una bestia,

¡les demostrarías serlo!

Eso es lo que se oía

en todo tu regimiento,

aunque de una abuela viste,

entre escombros de silencio,

en su mirada más pena

por ti que reproche y miedo.

Tras tanto destrozo helado

te entregaste o te cogieron,

y todo acabó. Ahora gozas

condición de prisionero.

Es de un criminal de guerra

tu cara de niño viejo.

La gente te ve en la jaula

la vista de tu proceso.

Tú, ni presente ni ausente;

no eres sujeto ni objeto.

A una mujer que te increpa

te oyes decirle “lo siento”,

sabiendo que ella no puede

gritar su vacío inmenso.

Te dan abogado y agua,

pero tu madre está lejos.

 

No tiene perdón de Dios

lo que llevas en los dedos.

Perdiste la dignidad

de los que hiciste caer muertos.

No da pena quien da culpa:

recibe pena y desprecio.

Pero hoy, al recordarte,

por tu causa me desvelo.

Tú podrías ser hijo mío,

solo no lo eres de hecho.

Tu mirada es mi mirada,

yo soy tú sin poder serlo.

Pero, sobre todo, eres

quien mataste y cayó yerto.

Me duelen mucho tus víctimas,

arrancadas en su vuelo,

por tu arma seca y fría,

de inocente crecimiento;

robadas o mutiladas,

solas en suelo extranjero…

Duelen infinitamente…

pero tú no dueles menos.

Y, si ellas no te dolieran,

más merecerías duelo,

aunque sé que, aunque tú sabes

que la humana ley es cuento,

están tus tripas heladas

como de remordimiento…

Hoy querrías no ser tú,

devolver tu nacimiento,

ya que, se ve, no naciste

digno de dicha y respeto.

¿Es justo que te arrepientas?

¿Cuál es ese sentimiento?

El Mundo te ha condenado,

pero escucha lo que pienso:

Dios no podría perdonarte,

ni puede un humano hacerlo,

no porque no sea justo

sino que no es su derecho.

Tú no fuiste quien lo hizo,

te sucedió sin quererlo,

como le sucede el frío

y la soledad al huérfano.

No hay quien pueda hacer el mal

en este u otro universo:

¿quién querría hacerse malo?

¿quién no desearía ser bueno?

Uno quiere el bien, lo malo

solo es reacción y defecto.

 

Llorándote a ti, también

lloro por tus compañeros

invasores, reclutados

para llenar morideros;

que agonizan en trincheras

destrozándose los cuerpos;

no les dará aliento nadie

en su penúltimo aliento,

y donarán su cadáver

a fosa común o cuervo,

llevando acaso unas víctimas

en su tristísimo acervo.

Y, al fin, me duelen también,

haciendo un supremo esfuerzo,

eso inhumanos hombres

que organizan todo esto.

Aunque ellos sí nos parece

que hacen el mal, por ser dueños,

son quienes violencia fría

más crudamente sufrieron.

 

¿Adónde va el miserable

tras su vida de desecho?

¿Alguien escucha su ausencia?

¿Puede reclamar por ello?

Acaso un poeta diría,

si Dios no se hubiera muerto,

que, cuando tu cuerpo caiga,

algún ángel de su séquito

bajará a enlazar dos almas

con reparador ungüento,

la tuya y la de aquel hombre,

jugando el instante eterno

en el que por fin se encuentran

en la paz abuelo y nieto.

Mas ¿te cabe esa esperanza?

¿no es Dios solo un frío espectro?

¿No lo han matado, inconscientes,

los que de ti nos dijeron

que por ser del otro bando

arderías en el infierno?

Hay que creer que es ahora

y aquí el lugar y el momento:

si aquí y ahora se diera

amor, pero el verdadero,

que no juzga ni condena,

que ilumina más al ciego,

a ti, que te lo mereces

como yo, sin merecerlo,

de él se te daría, y darías,

por tu criminal tormento,

y transformarías el mundo,

perfecto por fin e ingenuo.

Si esto aquí no se da,

queda que lo deseemos.

Quizás tú, por tu destino,

puedas hallarlo primero.

sábado, 5 de junio de 2021

Platón, I y II. Un comentario sistemático a las obras de Platón

Estos últimos años he venido trabajando en una lectura sistemática de la obra de Platón (como hiciera antes con Heráclito). El resultado de ese trabajo (desde luego siempre provisional pero lo suficientemente definitivo, en cierto estadio, como para que valiese la pena parar en él) acaba de publicarse en dos volúmenes, gracias a la editorial Áperion, y tanto en papel como en formato electrónico.

El primero de los dos volúmenes contiene un capítulo introductorio y los capítulos dedicados a los problemas del conocimiento, la realidad, la axiología, la teocosmología y la filosofía del lenguaje platónicas.

El segundo volumen contiene los capítulos de la antropología, la ética, la política, la pedagogía, la teoría del arte, la filosofía de la religión y, por último, lo que podemos llamar (algo impropiamente) la escatología platónica.
*
He aquí el índice y el prólogo (casi completo) de la obra:

Volumen I. Conocimiento, Realidad, Lenguaje

Prólogo

Introducción. La pregunta socrática y la respuesta platónica

I. Del Conocimiento: Saber y Creer. Razón e Imagen

II. De la Realidad: Ser y Suceder

III. Del Valor: Ser y Bien, y Belleza

IV. De las sustancias. Divinidad y cosmos natural

V. Filosofía del Lenguaje y lenguaje de la Filosofía

Volumen II. El Hombre y sus actos

VI. Del Hombre: la Razón y el Deseo

VII. De la Vida Buena: Virtud y Satisfacción

VIII. De la Comunidad justa y feliz

IX. De la Educación

X. Del Arte: Belleza, Representación y Gusto

XI. De la Religión

XII. De los asuntos últimos o del Juicio y Destino del Alma «tras» la Muerte

Bibliografía

1* Al final de cada volumen puede verse un índice detallado de su contenido.

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Prólogo

Ofrecemos en este libro un comentario filosófico sistemático a los tex­tos de Platón.

El intento de justificar la publicación de un nuevo libro sobre Platón parece tarea tan desesperada como innecesaria: tantos han escrito ya sobre él que se diría imposible añadir algo digno de consideración, y sin embargo subsiste intacta la necesidad de leer una y otra vez a quienes han pensado de forma más lúcida y muestran poseer una profundidad inagotable. No es preciso, además, que cada nueva lectura aporte una visión «original», en el sentido de que nos induzca a ver al autor como nunca antes fue visto, sino que es suficiente con que nos ayude en alguna medida a volver la mirada, una vez más por vez primera, a lo que podríamos llamar lo «originario», que yace (al menos para nuestros ojos poco habituados a esa luminosidad) «escondido» en sus textos. La interpretación que aquí presentamos puede, en efecto, calificarse de «clásica», pero creemos que arroja cierta luz en el texto platónico: si no una luz nueva, sí una «vieja» luz reavivada.

Es innecesario también defender el valor de la obra de Platón, tanto en sí misma como, por eso, para nosotros. Creemos que aquel enigmático filósofo griego propone en sus elaboradísimas obras un planteamiento profundo y una respuesta merecedora de discusión a los problemas, todavía fundamen­tales para nosotros, en torno a la naturaleza de la realidad y su valor. Ese pensamiento, además, según vamos a intentar mostrar a lo largo de este co­mentario, se yergue como la principal alternativa al pensamiento o los pen­samientos que dominan y definen nuestra época Moderna y Tardomoderna, de modo que es para estos un espejo y su necesaria piedra de toque. Y, si la Historia se mueve a menudo mediante la alternancia entre una concepción y su contraria, no es inverosímil que el futuro conozca la renovación de ciertas ideas platónicas, aunque sin duda con un aspecto y un lenguaje muy dife­rentes al de Platón. Pero incluso si Platón representa el gran error, del que los hombres deberíamos deshacernos definitivamente, es necesario que antes lo conozcamos bien, no sea que estemos peleando con una sombra.

A lo que sí quiere oponerse nuestra lectura es a cualquier intento de redu­cir a Platón y apropiarse de él por parte de alguna versión de esos pensamien­tos más contrarios al suyo, de lo cual los tiempos recientes conocen varios intentos. Aprovechando el carácter de «obra total» de las obras platónicas, siguen tales lecturas la inclinación vigente (pero perfectamente antiplatóni­ca) a sobredimensionar el aspecto retórico del texto para devaluar o incluso disolver su contenido de teoría y pretensión de verdad. Por eso, uno de los puntos en que se insistirá en varios lugares de este libro es el de cómo hay que entender lo que Platón hace y dice de la relación entre lo literario y lo filo­sófico. Pero, también por eso, tal cuestión no será para nosotros la principal, como intentaremos mostrar que no lo fue para el propio Platón.

Que este sea un comentario sistemático no significa solo que lee el pensamiento platónico atendiendo a todos sus textos, sino también y so­bre todo que propone (otra vez contra el gusto de los tiempos) la recons­trucción de un sistema filosófico, atendiendo tanto a su unidad o idea fundamental como a su multiplicidad y riqueza de aspectos (aunque sin pretender la exhaustividad). Y tampoco se limita a ser un comentario «in­terno», sino que intenta poner a Platón en discusión con los otros grandes sistemas filosóficos que se han dado desde Grecia hasta hoy. En verdad, el orden que damos a ese sistema no se encuentra en el propio Platón (así ocurre en alguna medida con toda lectura), pero creemos que, al menos, lo habría considerado una manera no del todo equivocada de entender lo que él quiso decir. En un capítulo introductorio presentamos, casi a modo de índice, las tesis interpretativas, tanto respecto del contenido como de la forma, que desarrollamos a lo largo del libro.

Que sea, en segundo lugar, un comentario filosófico, significa que no es filológico ni historiográfico (ni siquiera de Historia de la Filosofía). Desde luego, puesto que lee unos textos, se apoya de manera básica en lo que la filología y la historiografía nos enseñan de ellos, pero en ese aspecto no pretende aportar nada. Ahora bien, donde acaba el trabajo filológico e historiográfico comienza el más propiamente filosófico, y, aunque toda lec­tura tiene parte de ambas cosas y hay alimentación entre ellas, están regidas por criterios diferentes. Ello tiene ciertas consecuencias en este libro, como notará el lector. Entre otras, por ejemplo, las referencias a otros autores, en él contenidas (de forma directa o indirecta), no lo son tanto a expertos platonistas como a pensadores tales como Heráclito, Aristóteles, Kant, Hegel, Nietzsche, Heidegger o Derrida.

Dado el carácter sistemático de este comentario, el lector no encontrará en él una lectura diálogo por diálogo, sino que estos aparecerán «desmem­brados» a través de varios capítulos, según el asunto de que se trate. Con todo, cada uno de los textos platónicos (al menos aquellos a los que se con­siderará principales y se analizará con más detenimiento) merecerá una lec­tura relativamente continua en aquel o aquellos capítulos en los que tenga su lugar principal. No se han evitado las varias repeticiones de ciertos pasa­jes en diversos momentos, a las que invita este género de comentario. Por otra parte, el libro es tan largo en buena medida porque a menudo sigue de cerca el decurso del texto leído, parafraseándolo. Gracias a ello no solo se hace explícito lo más elemental que entendemos en él sino que, además, no se presupone su conocimiento por parte del lector (pero, desde luego, este conocimiento es muy recomendable). Aunque los diversos capítulos del libro están en una conexión sistemática, pueden también ser leídos de manera relativamente autónoma. Y los mismos asuntos son tratados a veces en varios de ellos, de acuerdo con la perspectiva propia de cada uno.

*

Nuestra traducción de los textos de Platón (habitualmente, decimos, en forma de paráfrasis o de resumen) se apoya en las mejores traducciones que hemos podido manejar. Ante el problema de cómo verter adecuadamente varios de los términos platónicos hemos optado por aceptar, en la medida de lo posible, la traducción más común, definiendo detenidamente, allí donde aparece por primera vez o en su lugar más relevante, cómo lo en­tendemos nosotros. Las citas de términos y frases griegos están destinados a los lectores que sepan algo de esa lengua, pero el libro se entiende perfec­tamente sin ellas.


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En futuras publicaciones de esta página iré presentando diferentes lugares y aspectos del libro.

viernes, 24 de enero de 2020

Notas a Platón, II: del Conocimiento. Saber y creer


Continúo con algunos fragmentos del material que estoy creando como comentario al pensamiento de Platón. En esta ocasión, acerca del problema del conocimiento. Es solo una pequeña parte. La redacción es muy provisional.

La pregunta guía “¿qué es la virtud o lo bueno?” supone que la virtud es algo que puede ser conocido y definido. Es esencia de la filosofía socrático-platónica la interdependencia de la vida buena y el conocimiento auténtico de las cosas y sus valores. Ahora bien, esto plantea dos problemas, colaterales pero quizás lógicamente previos: ¿es posible un saber acerca de lo bueno?, ¿es el bien, el valor, la virtud, un objeto de conocimiento? Ese es uno de los dos problemas, el de la epistemología de lo ético. El otro, de carácter aún más reflexivo, es el puramente epistemológico: ¿qué es conocer?, ¿cuál es el conocimiento correcto o auténtico? Cuando pregunta qué es lo bueno, Sócrates pregunta por un saber o conocimiento cierto de lo bueno. Pero ¿en qué consiste un saber o conocimiento cierto?

(…)

El término central en esta discusión es ἐπιστήμη. Además de con su sentido general, que significa cualquier tipo de conocimiento sin atención a calidad, Platón lo usa con un sentido cuasi-técnico para nombrar la forma más perfecta de conocimiento. Lo vamos a traducir habitualmente por “saber”, sobre todo cuando tiene ese sentido específico. Renunciamos a traducirlo por “ciencia” (aunque esta era su equivalencia más natural hasta no hace muchos siglos), dado que hoy ese término tiene un sentido preciso que no se corresponde con el del término platónico. En efecto, en Platón ἐπιστήμη no significa solo ni principalmente la ciencia o las ciencias, por exactas que sean, sino que incluye también, o, incluso, en un uso aún más restringido, se identifica con un presunto saber racional puro, que Platón llama dialéctica y al que considera cualitativamente diferente de toda ciencia, como vamos a ver. Hoy llamamos a eso con el genérico e impreciso “filosofía”. Otra traducción posible de ἐπιστήμη es “conocimiento” (la epistemología es la “teoría del conocimiento”). La vamos a evitar por lo general, sin embargo, por la amplitud de su significado, que encierra, y como sentido prioritario quizás, el de la capacidad psíquica de conocer. Ahora estamos interesados en el ámbito normativo del conocer adecuado, no en algo psíquico. En la traducción de ἐπιστήμη por saber se pierde el hecho de que en griego es un sustantivo y no un infinitivo (forma que también utiliza Platón, como sinónimo). Pero haber recurrido a algo como “sapiencia”, solo para mantener esa diferencia, hubiera resultado demasiado extraño.

Que el saber auténtico sea (se llame) ἐπιστήμη no es una tesis epistemológica: ἐπιστήμη o saber es el nombre neutral para toda teoría epistemológica. Tanto el racionalista como el empirista como el escéptico tienen como pregunta común la de qué es (en qué consiste, cómo se reconoce…) el saber. En todo ámbito existe un término neutral que nombra el objeto de ese ámbito, y que las diversas posturas en disputa pretenden definir mediante otros términos ya no neutros. Así, Platón sostendrá que la ἐπιστήμη o saber es la dialéctica (según se definirá luego esto), mientras que un empirista sostendrá que el saber es la sensación, y un escéptico dirá que no hay criterio alguno de saber. Una observación paralela habrá que hacer en otros ámbitos: por ejemplo, con el concepto de εὐδαιμονία en la ética.

ἐπιστήμη, en su sentido específico, se opone a δόξα, “creencia” u “opinión”. También esta palabra puede significar, usada de manera lata, cualquier tipo de conocimiento, sea más o menos válido y cierto. Pero cuando δόξα se reduce a un sentido específico, cobra el sentido negativo de “mera creencia” por oposición a verdadero saber. En nuestra lengua ocurre lo mismo: podemos decir, en sentido general, “los científicos creen que el universo es finito”, pero cuando decimos “¿eso lo creen o realmente lo saben?” estamos exigiendo a la palabra “creer” que asuma su sentido más específico y negativo. Nuevamente, esto no distingue a unas teorías epistemológicas de otras. En principio, todas ellas tienen como problema la definición del auténtico saber, por oposición al mero creer, aunque algunas de ellas lleguen a la respuesta de que tal distinción no existe o no es posible.
Desde luego, ἐπιστήμη y δόξα no son los únicos términos de la epistemología de Platón, aunque sí con mucho los más frecuentes. A veces usa otros como sinónimos de aquellos (por ejemplo, γνώμη para conocimiento, πίστις para “creencia”). Los iremos encontrando en el camino.

*

La pregunta es, pues, qué es el saber (τί ἐστιν ἐπιστήμη;).

Aunque esté implicada por el preguntar ético socrático, esa pregunta solo tardíamente se plantea y analiza con toda claridad y detenimiento en la obra de Platón. Se ha dicho a menudo que la reflexión sobre el método aparece al final, después de que se lo haya venido usando con un conocimiento implícito. La filosofía moderna (como pensamiento “tardío” que es), nos ha acostumbrado a comenzar, reflexivamente, por el conocimiento del conocimiento, antes de (o incluso definitivamente en vez de) ir a las cosas mismas, pero no parece haber ninguna razón a priori por la que la cuestión epistemológica deba necesariamente preceder a la ontológica y a alguna otra, ni es eso lo que ocurre de hecho en la mayoría de los pensadores de la tradición, incluido el propio Platón. Si, sin embargo, nosotros la situamos en primer lugar en una exposición del pensamiento de Platón, no es por rendir tributo a la norma sancionada desde Descartes y Kant, sino porque, a nuestro juicio, el propio Platón sostiene su ontología (y resto del edificio) a partir de una tesis epistemológica, y no a la inversa (algo semejante puede decirse de Heráclito, como sostenemos en nuestro Heráclito. Un comentario filosófico).

No se puede decir, de todos modos, que el problema de qué es un auténtico saber no esté presente desde sus obras más tempranas. De ello se trata, de diversas maneras, en Cármides (con una profunda especulación sobre ese presunto saber que se conocería a sí mismo, como pide la máxima de Delfos), Enamorados, Ión, Menón… Pero ciertamente, hasta el Fedro y La República no aparece un desarrollo explícito del asunto, y solo en un diálogo de plena madurez, el Teeteto, es el asunto central. Ello tiene que ver con que esta no es la pregunta fundamental. Pero también porque, en general y por lo que se refiere a todos los asuntos, incluidos los éticos, solo en los diálogos de madurez se desarrollan sistemáticamente.

*

La pregunta por qué es el saber no la saca Platón de la nada. Fue ya esencial en el pensamiento de Heráclito y Parménides, y se la encuentra en el ambiente intelectual en que vive. La disputa ha sido llevada a su radicalidad, con, por ejemplo, el sensualismo y pragmatismo extremo de Protágoras, y Gorgias ha argumentado el escepticismo: incluso si algo existiese, dice en su discurso del no-ser, no podríamos conocerlo, pues son diferentes el conocimiento y su objeto, y no hay correspondencia entre uno u otro ámbito, si es que existe el pensamiento falso. Lo que es más, seguramente Gorgias no presenta ese argumento como una tesis “sincera”, sino como un juego erístico, como una muestra de que uno puede demostrar cualquier cosa y su contraria: se trataría de un escepticismo incluso respecto del poder y deber argumentar el escepticismo, un meta- o super-escepticismo, digamos, un adiós a la razón. Esto ha conducido a lo que  Sócrates llama, en el Fedón y otros lugares, misología, odio a o desprecio de las razones.

Sócrates es, sin embargo, un confeso filo-logo (por ejemplo, Teeteto, 146a), amante de las razones. Por eso, antes de morir, según nos lo pinta Platón, aconsejó a sus amigos que se precavieran, ante todo, de la misología, pues no hay mayor mal, dice (y hay que entenderlo literalmente). Como ocurre con la misantropía, que nace cuando, por haber confiado en alguien sin entendimiento, se descubre que es malvado, la decepción de la razón ocurre cuando se constata que no nos conduce a ningún lado seguro, como muestran los razonamientos contrapuestos a los que se dedican los intelectuales que educan a la juventud de la democracia ateniense. Tenemos una parodia platónica en el Eutidemo, en que los dos hermanos, Eutidemo y Dionisodoro, devenidos “maestros de virtud” en su ancianidad, se precian de que, responda el interlocutor lo que responda a sus preguntas, serán capaces de refutarlo. Pero si la misantropía, dice Sócrates, se cura comprendiendo que hay muy pocas personas que sean extremadamente buenas o extremadamente malvadas y son muchas las que están en el medio, no ocurre así con los razonamientos, sino que, cuando se confía en ellos sin la técnica precisa, y se le ve fracasar, después se opina que todo es falso. Así, los que se dedican a los razonamientos contrapuestos se creen sapientísimos por revolverlo todo de arriba abajo (90c-d) Es esta puerilidad destructiva la que más conviene combatir en uno mismo, pues sería lamentable, dice Sócrates, que un razonamiento bueno y firme se dejara de creer por ser puesto al lado de otros que son de esa clase dudosa, y no echara uno la culpa a su impericia. Los intelectuales de la Atenas democrática, después de conocer lo que parece el fracaso de todas las teorías de los viejos filósofos (pues se refutan los unos a los otros: que si es uno o es múltiple, que si es incorpóreo o corpóreo), y el desarrollo del arte dialéctico (el que ejerció con tanta pericia Zenón de Elea) y del análisis del lenguaje y las paradojas lógicas, han perdido toda confianza en la existencia y accesibilidad de un saber absoluto, un saber de los principios.

A la práctica misológica le es afín una teoría acerca del saber: la de que no hay saber, sino que todo es creer. La razón (el viejo lógos común de Heráclito, el noein de Parménides) se ha reconocido, finalmente, como un instrumento, una poderosa herramienta al servicio del deseo. Justo lo contrario, pues, de lo que implica la pregunta socrática: no hay lugar para preguntar qué es lo bueno, al menos como quien pregunta qué es el dos. Por eso, la pretensión socrática de un fundamento racional de toda acción, implica la indagación de una razón “sustantiva”, no meramente instrumental. El platonismo es un racionalismo. Se trata de defender, de la manera más fuerte, la razón más completa, frente a toda forma de doxismo y, en último extremo, escepticismo y nihilismo.


Saber y Creer

La búsqueda del auténtico saber toma en Platón (como es típico de la razón) la forma de una discriminación (διαίρεσις) a través de dicotomías, dentro del género total de lo que aspira a ser conocimiento (género al que podemos llamar tanto creer como saber, en los sentidos generales y neutrales de estos términos). Ese género se divide primero, de manera natural, en dos ámbitos: en el lado “derecho” o “segmento superior” está la creencia o el saber que es verdadero saber o conocimiento auténtico; en el lado “izquierdo” o “inferior”, la mera creencia, la creencia que no alcanza su perfección. En esta distinción, los términos ἐπιστήμη y δόξα, que nombran a uno y otro lado de la división, cobran su sentido específico. La tarea es definir uno y otro término.
Pero Platón, en busca de una completa precisión en la definición, necesitará introducir una segunda distinción o dualidad en el seno de cada una de esas especies, proponiendo así una teoría tetrádica de los tipos de conocimiento según su perfección.

*

Comenzaremos por la primera distinción, más general, entre saber y creer, ἐπιστήμη y δόξα. Esta distinción está en uso en todos los diálogos, de principio a fin, pero solo en los que consideramos últimos dentro del periodo estrictamente socrático, especialmente en Menón y Gorgias, se dice explícita y firme. En uno de los textos últimos de Platón, Timeo, todavía aparecerá como axioma fundamental o pórtico de toda teoría, unido a la distinción ontológica a la que, como veremos, está asociada, según Platón: hay que comenzar por distinguir lo que siempre es y nunca deviene, y lo que deviene continuamente pero nunca es. Lo uno, lo inmutable, es comprensible por la inteligencia mediante el razonamiento; lo otro, opinable con percepción sensible no racional, nace y muere pero nunca es realmente (27d-28a)

Veremos cómo aparece esta distinción en algunos de los lugares más importantes de los textos de Platón.

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La distinción entre mero creer y auténtico saber está en el fundamento de la exigencia socrática de reconocer la propia ignorancia. La ignorancia mayor es creer saber cuando no se sabe. Sócrates constata que quienes son considerados y se consideran a sí mismos sabios (tales como los que ejercen de alguna u otra forma la política, quienes se dedican a la poesía, o a la adivinación, y quienes, en fin, saben algún arte), no poseen el saber que pretenden, sobre todo por lo que se refiere a lo bueno, lo justo, lo bello y cosas similares, esto es, a los valores y los fines últimos de todo otro saber. La distinción entre saber y mero creer se da por naturalmente supuesta en los diálogos socráticos, y Sócrates no se toma el trabajo de hacer explícitos los criterios tiene que cumplir quien sabe algo y no meramente cree que lo sabe. Se infiere, de su proceder en el diálogo, que quien sabe tiene que poder dar definición y explicación (dar razón) de lo que sabe, sin caer en inconsistencias como las que delata el ejercicio refutatorio en el que Sócrates es tan hábil: dar definiciones insuficientes, o, a la inversa, excesivamente restrictivas que dejan fuera algo que sí intuimos que pertenece a la especie definida, o que entran en contradicción con otras propiedades que sí atribuimos a la cosa… El conocimiento de quien conoce tiene que ser firme y universal, esto es, tiene que ser siempre así, y no puede saber de solo parte de la especie; tiene que poder, además, enseñarlo a otros.

Pero estas cosas apenas aparecen más que en el uso en los primero diálogos. Por ejemplo, en el seguramente muy temprano diálogo Ión, aunque la distinción entre auténtico saber y mera opinión es asunto central, no se profundiza en qué consiste esa diferencia. Sócrates sostiene ante ese rapsoda que su habilidad para interpretar a Homero no es ciencia o “arte” ni saber algunos, como se muestra en el hecho de que él es incapaz de hablar de otro poeta como habla de Homero, aunque hablen de las mismas cosas (532?), sino “no sé qué fuerza divina” que le transporta, como la piedra magnética. No es “ciencia” (τέχνη) sino entusiasmo o delirio. Quien sabe de algo, pues, tiene un saber universal sobre ese objeto. Pero ni este ni otros de los que constituyen saber son explicitados por Sócrates.
Además, decíamos, debe poder dar cuenta de ese saber. En el Hipias Mayor se muestra que el sofista que cree saber hablar de la manera más bella, no sabe, sin embargo, qué es lo bello. Podrían multiplicarse los ejemplos.

*

Algo muy diferente ocurre en el Menón, uno de los últimos diálogos de la etapa estrictamente socrática y de los primero de la constructiva. En él la reflexión epistemológica tiene un gran protagonismo, si no es acaso el principal asunto. Varias tesis epistemológicas aparecen ahí, entre ellas la primera distinción clara entre saber y creer.

Se discute, por empeño de ese joven amigo de Gorgias, si la virtud es enseñable. Sócrates advierte a Menón (como hace en otros muchos lugares, esto sí desde el principio) de que no tiene sentido intentar responder a esa pregunta si antes no se hace la pregunta por qué es la virtud, esto es, que la definición debe preceder lógicamente a la discusión de otras propiedades de la cosa en cuestión (71b; 86c). Como quiera que Menón se obstina en discutir aquello, Sócrates introduce una segunda observación epistemológica que será también muy importante en la teoría platónica, como veremos más adelante: en tanto no demos la definición de algo, acerca de sus propiedades o, en general, de todo aquello en que aquel concepto esté involucrado, discutiremos solo de modo supositivo o hipotético (ἐξ ὑποθέσεως) (86e), es decir, no de modo firme, plena y legítimamente deductivo, apodíctico. Supongamos, por ejemplo, que la virtud sea enseñable. ¿Qué hace condiciones son precisas en ese supuesto? Si la virtud es enseñable, es necesario que sea conocimiento. Ahora bien, ¿es conocimiento la virtud? Parece que no, porque no hay de ello maestros ni discípulos, como probaría la experiencia. Pero, entonces, ¿cómo guían los hombres justos? Hay una posible guía de acción correcta sin conocimiento, dice entonces Sócrates: la opinión verdadera (δόξα ἀλεθής, 97b). Para la acción, esta no es peor guía que el auténtico saber, dice (evidentemente, Sócrates no sostiene ahí que para la acción correcta es suficiente con la opinión verdadera, pues esa acción correcta a la que se refiere es la de personas como Pericles, Temístocles y semejantes, quienes no son dueños de una acción correcta en el sentido estrictamente socrático: podríamos decir que, como hace a veces, Sócrates está concediendo ese punto o hipótesis de sentido común, porque no necesita una tesis más fuerte, la del intelectualismo ético).

¿Qué tiene el saber que no tenga la opinión verdadera? Menón ha propuesto una respuesta fallida: el conocimiento acertará siempre, mientras que el mero creer errará a veces. Pero Sócrates le objeta: la creencia acertada nunca yerra (97c). No es esa la virtud del conocimiento, sino otra: la quietud o estabilidad. La creencia es como las estatuas de Dédalo, que escapan si no se las vigila. Si preferimos el saber es porque la creencia es inconstante y tiende a escapar del alma si no se la ata con alguna causa o explicación causal (αἰτίας λογισμῷ), que es lo que se consigue mediante la reminiscencia de las ideas (98a).

Entonces Sócrates hace una afirmación poco usual en él: yo también hablo por figuración o suposición, dice, pero si hay algunas cosas que puedo afirmar que sé, una de ellas es la de que la recta opinión y el saber son diferentes (98b). Hay algo que Sócrates sabe, además de que no sabe: sabe que es diferente saber que meramente creer: sabe el saber. El saber es estable, porque está atado por esa cadena de oro que es el razonamiento de las causas. Pero esto implica un conocimiento de la definición o razón (λόγος) de la cosa.

Es seguramente el momento más reflexivo de los diálogos socráticos. Pero el Menón es un texto que está ya de camino a la exposición o despliegue de un saber muy serio y sistemático, un saber que no existía en la actividad estrictamente socrática de los primeros textos.

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En el Gorgias (ese diálogo que considero un ensayo, en muchos sentidos, de lo que luego será el diálogo central, culminación de toda la búsqueda anterior, la República), Sócrates le pregunta a Gorgias: ¿llamas a algo saber (μεμαθηκέναι) y a algo creer (πεπιστευκέναι)? Gorgias acepta que son distintos el saber y el creer (μάθησις y πίστις). Se comprueba en lo siguiente: hay tanto una creencia falsa como una verdadera, pero no existe un saber falso (ahora Sócrates utiliza el término ἐπιστήμη, como equivalente a μάθησις) (454 c y d) La retórica, por ejemplo, produce persuasión, creencia, pero sin conocimiento.

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Pero el primer tratamiento sistemático y profundo de esta distinción se ofrece en La República.

El diálogo apela desde el comienzo, en ejercicio, a esa distinción. Las refutaciones, a lo largo del primer libro, de las tesis de Polemarco y de Trasímaco, la tienen como fundamento. A Polemarco, que ha definido la justicia como dar bien al amigo y mal al enemigo, se le pregunta si amigos son aquellos que a uno le parece o cree, o bien los que realmente lo son. Polemarco acaba reconociendo que amigos son los que lo son y no los que se cree o solo parece que lo son (334c-e). Contra Trasímaco, que ha definido inicialmente lo justo como la conveniencia del más poderoso o fuerte, se presenta la aporía de que el más fuerte puede errar en lo que cree que es mejor. Entonces Trasímaco, después del desconcierto, rectifica su tesis (fatalmente, como veremos en su lugar) para decir que el gobernante, en el rigor de la palabra, es el que no se equivoca, esto es, el que sabe. El resto de la refutación depende de esa exigencia de conocimiento para el que se declara más fuerte o poderoso.
Cuando, para responder a las objeciones de Glaucón y Adimanto, Sócrates se embarca en el diseño del Estado, puesto que sigue el camino desde lo más básico a lo superior en sucesivas oleadas o capas, la exigencia de conocimiento va emergiendo poco a poco. Desde el principio se califica de filosófica la naturaleza de ese perro con el que se compara al guardián, y (412b y ss.), se exige la phrónesis en los encargados de gobernar, los guardianes perfectos (414b). La primera de las virtudes de esa polis de guardianes es la sophía, sabiduría, que es, se dice, saber (episteme). (427d).

Pero es solo cuando, urgido por los jóvenes, incluido Trasímaco, a que explique detalladamente eso que solo ha dicho de pasada, lo de la comunidad entre los guardianes, y Sócrates se enfrenta a las tres enormes olas del razonamiento, cuando aparece la auténtica figura del filósofo-gobernante y, con él, de la distinción entre saber y creer (474b y ss.) El auténtico filósofo, dice Sócrates, ama todo el saber, como los jóvenes enamoradizos se enamoriscan de cualquiera y el amante de vinos a todos quiere catarlos: quien ama a una cosa, la ama entera, no a una parte. El filósofo, pues, no desprecia ninguna enseñanza o saber (μάθημα). Glaucón (quizás sorprendido de la aparente tolerancia del maestro: ¿no ocurre que los verdaderos amantes de los vinos, aunque los amen a todos en cuanto vinos, son también más exquisitos y aman verdaderamente solo a unos pocos?) contesta con ironía que, en ese caso, va a encontrar a muchos de filósofos: los amantes de espectáculos (φιλοθεάμονες, amantes del “contemplar”), los de audiciones, que van a oírlo todo… Para explicar en qué sentido habla Sócrates de amante del saber (φιλόσοφος) o “amantes de contemplar la verdad” o “espectadores de la verdad” (φιλοθεάμονες τῆς ἀληθείας), y, por tanto, del saber, se ve “obligado” a presentar ni más ni menos que la teoría de las ideas (475e y ss.) Lo bello y lo feo son uno cada uno, aunque en su comunidad con los cuerpos y los hechos, y entre ellas mismas, aparecen de múltiples modos. Los amantes de espectáculos, los amantes de las técnicas y demás se separan de los auténticos filósofos porque aquellos son incapaces de ver con su entendimiento y degustar lo bello en sí en su naturaleza, en su unidad. Quien ve las cosas bellas pero no lo bello, está en un sueño, pues no toma lo que es solo semejante como tal semejanza, sino como la misma cosa a lo que aquello se asemeja. Hay, pues, dice Sócrates, que distinguir entre conocimiento (γνώμη) y creencia (δόξα). (476d) A quien niega que existan las ideas les diremos así: quien conoce, conoce algo (no nada); y algo que es (no algo que no es). Mantendremos pues, con firmeza, y desde cualquier lugar que se mire, que lo que completamente es (παντελῶς ὂν) es completamente concebible (παντελῶς γνωστόν), y lo que no es de manera alguna, es del todo incognoscible (477a). Aquí aparece lo que consideramos el axioma fundamental de la gnoseología o gnoseontología de Platón: se piensa lo que es. Es, desde luego, el axioma eleata, que Platón nunca abandonará, pero al que tendrá que explicar correctamente (mediante, precisamente, la voz de Parménides, o de un Extranjero de Elea). Continúa Sócrates desarrollando la esencial explicación de eso que ya aparecía en el Menón, y en el Gorgias: ese no saber pero tampoco pleno ignorar que es el opinar o creer. Saber y creer son potencias (δύναμις, extraños seres mediante los que podemos lo que podemos), y re refieren, la una, a lo que es, y la segunda, puesto que no puede referirse a lo que no es, está destinada a aquello que está entre lo uno y lo otro, que participa del ser y del no-ser (μετεχον τοῦ εἴναι καὶ μὴ εἴναι) pero no es ninguna de ambas cosas, y que podemos llamar lo opinable (478e). Los que ven las muchas cosas, opinan de todo, pero no saben. Son filódoxos  pero no filósofos.

Como en Menón, lo propio del saber es la estabilidad, pero ahora esta se ancla en la unicidad e identidad de su objeto, la idea. Nótese, por cierto, que aunque la exposición comenzó con la ontología, su argumentación ha dependido de la exposición de la epistemología, esto es, de la distinción entre saber y creer. Hay una absoluta correspondencia entre conocer y ser, y, si el ser tiene la prioridad ontológica, el conocer verdadero es el camino hacia ella.

Pocas páginas después, el Sócrates de la República introducirá una sistemática más compleja en la teoría del conocimiento, subdividiendo cada uno de los géneros en dos. Pero comentemos antes el planteamiento más sencillo o básico.

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La diferencia entre saber y creer introduce la distinción fundamental en el conocimiento, una distinción equivalente a la que en la ontología distingue la realidad y la apariencia. Esa distinción permanece completamente vigente. El saber tiene que ser un conocimiento, no solo verdadero o verdadero por casualidad, sino firme y seguro, indudable, infalible. En torno a si existe o es posible un conocimiento tal (al menos, para nosotros) persiste la incansable lucha entre titanes y olímpicos. A los dos géneros de concepciones en pugna dialéctica podemos llamarlos doxismo y epistemismo (en los sentidos específicos que les da Platón).

El doxismo insiste en que toda certeza, por firme que parezca, no es más que el fenómeno de una creencia o convicción. La naturaleza o esencia última del creer es su contingencia. Contingencia no (o no solo) en el sentido temporal, sino en el sentido, sincrónico, de no necesidad: lo contrario o, para ser más precisos, lo contradictorio con una creencia, es algo posible, otra creencia. Por ello, la creencia no es nunca realmente universal. Su aparente universalidad solo es un contingente darla por universal (un “universal” acuerdo, por ejemplo), que nunca puede soportar la necesidad incondicional. La misma creencia en la necesidad es solo una creencia contingente. La doxa está sujeta al aquí y al ahora, incluso aunque a través de los aquí y ahora se mantenga una “misma” creencia. Tal como la inducción carece de necesidad lógica (ningún número de experiencias particulares, esto es, temporales, y, por tanto, contingentes, puede justificar el salto a una ley universal y necesaria), así ningún estado psicológico de creencia puede justificar la afirmación de un indudable saber. No se puede ir más allá de la creencia. El doxismo parte del “hecho” de que el conocimiento es la creencia de un sujeto. Lo epistemológico se reduce a psicológico, lo normativo a fáctico, lo trascendental a inmanente.

El epistemismo, al contrario, insiste en el elemento irreduciblemente normativo, esto es, necesario, universal, inmutable, que hay en todo conocimiento o simplemente en su pretensión. El epistemismo no puede aceptar que se parta de la creencia para definir el saber. El saber es norma suya y de la creencia: la creencia tiene sentido solo como carencia de saber perfecto, como pseudosaber. La seguridad del saber no es el de la certeza subjetiva, no es una convicción muy fuerte: el conocimiento, como algo normativo que es, es esencialmente independiente de cualquier condición particular espacio-temporal, es trascendental.

Aunque ambas posiciones tienen naturalmente asociada una concepción ontológica que le es coherente, en la discusión puramente epistemológica esa implicación no tiene por qué ser tomada en consideración. En principio, el epistemólogo puede dejar al margen la cuestión de la implicación ontológica de sus tesis. Para establecer ese puente es necesaria una tesis gnoseo-ontológica. En Platón, esta es la tesis parmenídea de la relación directa entre pensar y ser, como acabamos de ver y veremos más adelante con detalle. Pero, a la hora de contemplar el conocimiento, Platón solo nota la universalidad e inmutabilidad, la normatividad, que está presente en todo juicio.

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Cada una de las dos posiciones generales puede adoptar una posición absoluta o relativa, según el modo en que enfrente a su contrario, de donde surge el siguiente cuadro de teorías epistemológicas (un cuadro tetrádico, inspirado en el propio Platón, y que veremos más adelante):
1.      Epistemismo
1.1.epistemismo absoluto
1.2.epistemismo moderado
2.      Doxismo
2.1.Doxismo moderado
2.2.doxismo radical

Cada una de las concepciones acerca de qué es el conocimiento o el saber, tiene que enfrentar sus propias aporías.

El problema esencial para el doxismo en general es que no parece poder justificar conocimiento alguno, incluido, desde luego, el de la propia tesis doxista. Todos los intentos de destilar, a partir de estados contingentes, algún conocimiento que tenga las propiedades de universalidad o normatividad, fracasan, porque hay una distancia infinita o inconmensurabilidad entre cualquier cúmulo o modulación de lo fáctico y lo más mínimamente normativo. El doxismo puede adoptar fundamentalmente dos posturas.

En su forma extrema (2.2.), acepta que es imposible obtener universalidad y necesidad, y afirma, en consecuencia, que todo conocimiento es completamente contingente. Ello conduce, en último extremo, al relativismo y el escepticismo. Es la posición que habría mantenido, por ejemplo, Protágoras, según veremos, y, más cerca de nosotros, Hume y Nietzsche, y los seguidores contemporáneos de uno y otro. Las aporías que sufre esta concepción son las siguientes: primero, no salva el conocimiento, sino que acaba negándolo; y, por ello, no se salva a sí misma, pues, desde luego, el doxismo absoluto, sea consciente o no, pretende ser una tesis válida más allá de la creencia que uno tenga, es decir, que ella no puede valer lo mismo que su contraria.

En una forma moderada (2.1.), el doxismo intenta salvar una cierta normatividad, que emanaría de las creencias contingentes. Unas creencias serían mejores que otras. Por ejemplo, aquellas que se acompañan de una “justificación” argumental o sistema de creencias interrelacionadas, o las que consensuan los hablantes. Tal concepción es la de muchos filósofos, sobre todo en el ámbito del positivismo moderno. Pero es una tesis insatisfactoria, pues ninguno de esos elementos con los que pretende discriminar entre epistémicamente mejores o peores creencias escapa a la completa contingencia propia de toda creencia. Por eso, tampoco el doxismo moderado se salva a sí mismo en cuanto teoría perfectamente válida que pretende ser, lo sepa o no, ni salva realmente la validez de conocimiento alguno, aunque lo pretenda: la forma particular de su aporética consiste en que no logra construir el puente desde la creencia a la validez del conocimiento. Wittgenstein (De la certeza) nota que, de “estoy seguro de (creo firmemente) que p” no se deduce “p es verdadero”. Según él, se combate el escepticismo advirtiendo que toda duda solo tiene sentido sobre un trasfondo de verdad. Ahora bien, si a su vez ese trasfondo es contingente, como cree Wittgenstein, no se anula el escepticismo. Solo si se supone un trasfondo absoluto de verdad, se salva el conocimiento.

El epistemismo, esto es, la tesis de que el conocimiento es completamente irreducible y anterior a cualquier modo de creencia, se alimenta de las aporías del doxismo y de la certeza que poseemos de poseer conocimiento válido. El epistemismo se negará a definir el conocimiento como una creencia cualificada de alguna manera. “El conocimiento primero”, según el lema defendido en recientes años por Tim Williamson. En los tiempos más recientes, entre un mar de doxismo o positivismo dominante, algunos epistemólogos están defendiendo, por diversas razones, posturas a favor del a priori (por ejemplo, además de Tim Williamson, Laurence BonJour). El problema para el epistemismo es el inverso que el que sufría el doxismo: cómo es posible que lo absolutamente cierto, lo normativo y trascendental, se implemente en las creencias fácticas de los seres humanos, que parecen estar sujetas ineludiblemente a la contingencia. No parece haber justificación posible para “creer” que se posee una certeza indudable e infalible, una verdad absolutamente verdadera. También el epistemismo puede adoptar dos formas.

En su forma absoluta (1.1.), rechazará que exista validez alguna en la mera creencia. El conocimiento es pura normatividad, esto es, universalidad y necesidad. No puede ponerse en duda (no hay justificación posible para poner en duda) las certezas racionales. El falibilismo no puede ser absoluto o infalible. Podemos citar como ejemplos históricos de esta teoría, además de al propio Platón, y, antes, a Parménides y quizás el pitagorismo en general (el caso es más dudoso con otros “presocráticos” como Heráclito), a los racionalistas como Descartes, Spinoza y Leibniz, y a algunos racionalistas idealistas, como Hegel y cierto Schelling. Pero el epistemismo extremo reduce a nada las creencias, que constituyen de alguna manera todo nuestro conocimiento. Por ello, no parece salvarse a sí mismo: depende de una certeza absoluta que no podemos afirmar.

En su forma moderada (1.2.), el epistemismo sostiene, sí, que lo que hace conocimiento al conocimiento es lo racional, universal y necesario, que es completamente ajeno a la creencia, pero piensa que ese elemento racional tiene que usar elementos doxásticos o fácticos. El conocimiento sería una síntesis de normatividad y facticidad. Así es el conocimiento científico o matemático, frente a la pretensión del epistemismo absoluto y la del mero doxismo, en cualquiera de sus formas. La razón es anterior, pero está siempre condicionada por la sensibilidad, al menos en nosotros, seres naturales. Podemos tomar como ejemplo de esta concepción epistemológica a Aristóteles y sus seguidores (aunque no a la máxima positivista de que nihil in intellectu quod non prius in sensu, sino más bien a la teoría del Intelecto Agente y el Intelecto Paciente, para cuya discusión medieval vale la pena acudir a Tomás de Aquino), pero también a Kant, si dejamos a un lado ahora su aspecto idealista: las categorías son trascendentales o a priori, pero están vacías sin el importe de los fenómenos.

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Creencia y sensibilidad, saber y racionalidad

En La República Platón plantea el problema del conocimiento, en primer lugar, como acabamos de leer, en los términos más puramente epistemológicos o formales, esto es, distinguiendo entre saber y creer. Pero enseguida asocia esos conceptos con, respectivamente, la racionalidad y la sensibilidad, que son términos con al menos un pie en la psicología. El ámbito de la mera creencia es asociado al de “lo visible” (ὁρωμένον), y el ámbito del saber, al de lo inteligible (νοουμένον). Según usa los conceptos Platón, habría una identidad (sintética, diríamos) entre, por una parte, racionalidad y saber, y, por otra, entre sensibilidad y creer. Una situación análoga se presentará respecto a la dualidad que distingue entre, por un lado, los deseos, siempre contingentes y sin medida, y la racionalidad, siempre medida, por el otro. Lo veremos. Ambas asociaciones son problemáticas. Aquí nos fijamos en la epistemológica.

La asociación o cuasi-identificación de creencia con sensibilidad, y de saber con racionalidad, no es algo inmediatamente obvio, y de hecho es rechazado por muchos. ¿No es concebible, por una parte, una creencia que no se refiera a nada sensible sino a algo “puramente” racional: por ejemplo, si simplemente creo que dos es par, sin tener ni una justificación ni una certeza absoluta sobre ello? Y ¿no es posible, también (aunque quizás menos claramente), una certeza plena e inamovible referida a lo sensible? En todos los tiempos los racionalistas han argumentado que los sentidos pueden engañarnos siempre. Pero algunos empiristas han defendido que la sensación, en algunas de sus formas, posee una certeza que no se puede razonablemente poner en duda, o no más de lo que se puede dudar de una intuición racional (una comprensión matemática, por ejemplo). (Compárese con las tesis de Kripke respecto a la doble distinción analítico-sintético, a priori-a posteriori: según él, a diferencia de lo que sostuvo Kant, un juicio puede ser analítico a posteriori, es decir, lógicamente necesario aunque solo cognoscible a través de la experiencia) ¿Cómo se justifica la identificación que hace Platón entre racionalidad y saber, y entre sensibilidad y opinión?

Que de lo sensible no es posible un auténtico saber sino solo un mero creer, se sigue, en Platón, del hecho de que lo sensible es esencialmente espacio-temporal y, por tanto, contingente, de modo que ningún objeto o hecho sensible puede tener un carácter constante. De “hecho” (más bien por principio, el principio de todo hecho), lo sensible está siempre cambiando, dejando de ser lo que era. En verdad, en ello no hay ser ni idea o especie: en lo sensible solo contemplamos estados adjetivos de las propias características que definen a ese fenómeno, nunca esas ideas en su forma sustantiva. No vemos el círculo sino un fenómeno circular, una sombra o fantasma del círculo, vagando sobre algo absolutamente inestable, que en el Timeo será llamado lugar (χώρα). El fenómeno sensible es “objetivamente” inestable (en la medida en que lo sensible es objetivo, y no fruto solo de la mala forma de entender del sujeto), lo que en el sujeto cognoscente se corresponde con un pseudo-conocimiento, la mera creencia u opinión. Por tanto, la sensación está unida esencialmente al concepto epistemológico de la creencia. 

Pero ¿es necesaria también la implicación en sentido inverso, es decir, que toda creencia lo sea acerca de lo sensible? Mientras que Platón nunca admitirá que haya un conocimiento adecuado o saber acerca de lo sensible, si parece admitir (explícitamente en el Teeteto, pero tácitamente –puede inferirse- en otros lugares, como el Menón) que hay creencia o pseudo-saber acerca de lo no meramente sensible, por ejemplo y eminentemente, de lo matemático. Podría, según eso, pensarse un modo gnoseológico contingente referido a algo universal como es el objeto matemático. ¿Quizás esto se debe a que lo matemático, según Platón y como veremos enseguida, se apoya siempre en lo sensible y no alcanza el carácter de saber puro o incondicionado? Pues, en efecto, lo puramente racional será solo lo perfectamente epistémico, el puro saber. Un conocimiento que, en algún aspecto, mezcle el elemento sensible, será epistémicamente impuro. Sin embargo, no parece que esta sea una explicación adecuada, pues hemos de admitir, al menos en principio, que también se pueden tener creencias en el ámbito de la más pura objetividad, esto es, en la dialéctica. La asociación de creencia y sensibilidad se fundará, más bien, en el lado del sujeto o de la representación: toda creencia es, por su propia naturaleza subjetiva, afín a lo sensible, aunque aquello sobre lo que es o pretende ser creencia, sea lo ideal. En verdad, es lógicamente imposible tener una mera creencia matemática, o dialéctica: o se sabe adecuadamente, es decir, con los requerimientos de la racionalidad, o no es matemática o dialéctica. El problema para un epistemismo como el de Platón estriba en salvar esa absoluta certeza, universalidad y necesidad del conocimiento, dentro de nuestra vida psíquica, que es inmanente y caracterizada por el tiempo y el cambio. ¿Cómo puede darse un conocimiento firme en nosotros? El intento de comprensión de esto supone para Platón la consideración más profunda de la dialéctica, pero también de la analogía, como veremos.